viernes, 25 de junio de 2010

Monsi el memorioso

El Cuaderno Verde

Monsi el memorioso

José Gordon

Dice un proverbio chino que cuando se muere un sabio es como si se incendiara una biblioteca. Este es el caso de la memoria de Carlos Monsiváis. Por supuesto, quedan sus libros, sus ensayos, sus prólogos, sus entrevistas en la radio y la televisión, sus artículos, pero todo este extenso material no da cuenta de lo que fue su mundo.


Si pudiéramos hacer una crónica de la información que registraba su mente, tenemos que hacerle caso a una de sus descripciones sobre este género: las buenas crónicas capturan lo que pasa cuando aparentemente nada pasa. De esta manera, si estamos haciendo una crónica de lo que sucede en la Cámara de Diputados, lo importante no necesariamente ocurre en el discurso ante el podio sino en los tiempos muertos, esos minutos entre las distintas intervenciones en donde los supuestos enemigos políticos se dan palmadas y acuerdan en lo oscurito. Eso es precisamente saber leer entrelíneas, un ejercicio que caracterizó los diversos registros de Carlos Monsiváis. En su maravillosa sección Por mi madre, bohemios, hacía una especie de psicoanálisis de los actores sociales, de lo que revelaban sus declaraciones y lapsus. Los políticos como Vicente Fox minimizaban esos errores. Decían que se trataba de “pecatas diminutas”. Monsi, atento, subrayaba incrédulo con su sonrisa irónica.


Si pudiéramos hacer una crónica del memorioso en los momentos que se dan por ejemplo antes de una entrevista, estaríamos aún más asombrados ante los datos que circulaban en su imaginación. En varias ocasiones, junto con mi amiga Guadalupe Alonso, nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido de apuntes fascinantes porque las cámaras todavía no estaban grabando. Monsiváis mostraba su preocupación e inigualable conocimiento sobre la realidad mexicana, sobre los inventarios del desastre, la indiferencia y el abuso del poder. Al mismo tiempo lo sabía todo sobre cine y arte popular. Recitaba de memoria a Shakespeare y a Borges, a Ramón López Velarde y a Octavio Paz. Con las cámaras encendidas o apagadas su retentiva total era una constante. El tiempo muerto revelaba su memoria viva.


Hay quienes confundieron esta capacidad con un simple recurso mecánico que le daba un conocimiento enciclopédico. Se olvida así que la memoria es un ejercicio de atención, un acto amoroso. En Monsiváis, esa memoria, junto con las herramientas de la inteligencia y de la ética, conectaba los puntos, dibujaba mapas que nos permitían leer de una manera más completa lo que sucedía en nuestra conciencia colectiva, cuáles eran nuestras opciones en términos de democracia, de igualdad de géneros, de derechos de las minorías, de libertades individuales y luchas sociales. En este ejercicio, exigía el máximo discernimiento para no caer en las trampas de la intolerancia y la violencia. La amplitud de su mirada rompía los lugares comunes de la solemnidad. La inteligencia no se riñe con el humor. La defensa del Estado laico no se riñe con la espiritualidad. En una ocasión, cuando lo entrevisté sobre su libro Nuevo catecismo para indios remisos, le señalé que aunque en forma irónica, rondaba un interés religioso. Me bateó. De nuevo le hice la pregunta de otra manera. Me volvió a batear. Habló de otra cosa. Hice un tercer intento con otras palabras. Se me quedó mirando con la sonrisa en los ojos. Me dijo: “¿Me quieres sacar del clóset?”. Le contesté que sí, que por supuesto. Su sonrisa llegó hasta los labios. Me contó que él encontraba la espiritualidad más profunda en la intimidad de la poesía. La memoria y la inteligencia eran instrumentos para escapar de los límites y los prejuicios.


En una ocasión, Monsiváis señaló que en el centro histórico de la Ciudad de México se encontraba el Aleph, la suma total --en este caso del espacio urbano-- condensada en un punto. Eso mismo podemos decir ahora de su memoria, fue un Aleph de la cultura mexicana.

martes, 30 de marzo de 2010

500 enlaces DE TODO (español)

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lunes, 22 de marzo de 2010

martes, 23 de febrero de 2010

martes, 15 de septiembre de 2009

Neil Tyson talks about UFOs and the argument from ignorance.

en inglés muy MUY claro... "el argumento de la ignorancia"

viernes, 4 de septiembre de 2009

Inventar el libro



Juan Villoro
4 Sep. 09

¿Qué tan novedoso debe ser un invento? La importancia de un producto suele depender de su capacidad de sustituir a otro. La tecnología necesita contrastes; sus aportaciones se miden en relación con lo que había antes. El inventor es el hombre que llega después.

Lo nuevo existe en serie: es la última parte de una secuencia, requiere de algo que lo anteceda. Esto lleva a una pregunta: ¿podemos inventar hacia atrás? ¿Qué pasa si le asignamos otro orden a la historia de la técnica?

Imaginemos una sociedad con escritura y alta tecnología, pero sin imprenta. Un mundo donde se lee en pantallas y se dispone de muy diversos soportes electrónicos. Abundan los receptores de textos e incluso se han diseñado pastillas con resúmenes de libros y métodos hipnóticos para absorber documentos. Esa civilización ha transitado de la escritura en arcilla a los procesadores de palabras sin pasar por el papel impreso. ¿Qué sucedería si ahí se inventara el libro? Sería visto como una superación de la computadora, no sólo por el prestigio de lo nuevo, sino por los asombros que provocaría su llegada.

Los irrenunciables beneficios de la computación no se verían amenazados por el nuevo producto, pero la gente, tan veleidosa y afecta a comparar peras con manzanas, celebraría la ultramodernidad del libro.

Después de años ante las pantallas, se dispondría de un objeto que se abre al modo de una ventana o una puerta. Un aparato para entrar en él.

Por primera vez el conocimiento se asociaría con el tacto y con la ley de gravedad. El invento aportaría las inauditas sensaciones de lo que sólo funciona mientras se sopesa y acaricia. La lectura se transformaría en una experiencia física. Con el papel en las manos, el lector advertiría que las palabras pesan y que pueden hacerlo de distintos modos.

La condición portátil del libro cambiaría las costumbres. Habría lectores en los autobuses y en el metro, a los que se les pasaría la parada por ir absortos en las páginas (así descubrirían que no hay medio de transporte más poderoso que un libro).

La variedad de ediciones fomentaría el coleccionismo; los pretenciosos podrían encuadernar volúmenes que no han leído y los cazadores de rarezas podrían buscar títulos esquivos y acaso inexistentes. Sólo los tradicionalistas extrañarían la primitiva edad en que se leía en pantalla.

En su variante de bolsillo, el libro entraría en la ropa y sería llevado a todas partes. Esta ubicuidad fomentaría prácticas escatológicas en las que no nos detendremos. Baste decir que acompañaría a quienes necesitaran de distracción para ir al baño.

Las más curiosas consecuencias del invento tardarían algún tiempo en advertirse. Una de ellas está al margen de la ciencia y la comprobación empírica, pero sin duda existe. El libro se mueve solo. Lo dejas en el escritorio y aparece en el buró; lo colocas en la repisa de los poetas románticos y emerge en un coloquio de helenistas. Las bibliotecas no conocen el sosiego.

El hecho de que incluso los tomos pesados se desplacen sin ser vistos representaría un misterio menor, como el de los calcetines a los que se les pierde un par en el camino a la azotea, si no fuera porque los libros se mueven por una causa: buscan a sus lectores o se apartan de ellos. Hay que merecerlos. El password de un libro es el deseo de adentrarse en él.

Las pantallas son magníficas, pero les somos indiferentes. En cambio, los libros nos eligen o repudian.

Otras virtudes serían menos esotéricas. ¡Qué descanso disponer de una tecnología definitiva! El sistema operativo de un libro no debe ser actualizado. Su tipografía es constante. Eso sí: su mensaje cambia con el tiempo y se presta a nuevas interpretaciones.

Para quienes vivimos en tristes ciudades en las que se va la luz, el libro representa un motor de búsqueda que no requiere de pilas ni electricidad.

Qué alegrías aportaría el inesperado invento del libro en una comunidad electrónica. Después de décadas de entender el conocimiento como un acervo interconectado, un sistema de redes, se descubriría la individualidad. Cada libro contiene a una persona. No se trata de un soporte indiferenciado, un depósito donde se pueden borrar o agregar textos, sino de un espacio irrepetible. Llevarse un libro de vacaciones significaría empacar a un sueco intenso o a una ceremoniosa japonesa.

Con el advenimiento del libro, la gente se singularizaría de diversos modos. Esto tendría que ver con los plurales contenidos y la manera de leerlos, pero también con el diseño. Los fetichistas podrían satisfacer anhelos que desconocían.

¿Hasta dónde podemos apropiarnos de un artefacto? El libro es el único aparato que se inventó para ser dedicado, ya sea por los autores o por quienes lo regalan. Qué extraño sería instalar un programa de Word dedicado con cariño a la esposa de Bill Gates. En cambio, el libro llegó para ser firmado y para escribir un deseo en la primera página.

Las novedades deslumbran a la gente. El libro ya cambió al mundo. Si se inventara hoy, sería mejor.